Primera Persona - Nro. I Año 2015


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Llegar extenuado a Boedo, sentir el olor inconfundible del subte, la ráfaga de aire apenas apoyo el pie en el corredor bajo la avenida y los afiches pasan rápido; quizás la vida ya no es una herida absurda, sólo una serie de fotos del whatsapp que me mandan los amigos, mis hermanos, algunos compañeros del trabajo; tantas veces le pregunté a Rolo que sabe todo sobre la historia de Buenos Aires, si tenía alguna idea de porqué precisamente esa estación, la de la esquina irremplazable y  noche iluminada, fue diseñada con tal mal gusto, él también sabe que a veces me obsesiono con temas que no son importantes, entonces arriesga una respuesta, y en esos pequeños gestos al querer atenuar mis preguntas celebro que sea mi amigo, el compañero de banco del primario, el que se rateó una sola vez en tercer año y sufrió las amonestaciones compartidas, el que no dudó en dar un paso al costado cuando a los dos nos gustó la misma chica; en realidad, si lo pienso mejor, tendría que preguntarle a Rolo qué maldito mecanismo programado para llegar tarde armé de un tiempo a esta parte, seguramente pueda decirme algo más razonable que el silencio afrancesado de mi psicólogo que   pulveriza siempre todas mis preguntas con el clásico latiguillo del usted que piensa, sí, Rolo va a ayudarme a resolver esta impuntualidad que me lleva a inventar la más variadas excusas para darle a mi jefe,  dicho así, suena muy rimbombante, muy de tipo canoso con traje, pero en realidad, Ignacio es apenas un poco más grande que yo, tiene una voz que derrite  a todas las mujeres de la oficina y una paciencia a prueba de cada una de las mentiras que le vengo diciendo cada mañana; el tema con Ignacio es que una vez que empiezo a contarle porqué llegué tarde termino contándole qué hice el día anterior, si el curso de postgrado estuvo interesante, el título de la última película que vi en Cuevana y es ahí cuando él cierra la puerta, llama a Marina para que nos traiga un café y charlamos como  si fuéramos amigos, así  también  me entero si fue al club, si cenó en el restaurant mexicano que tanto le gusta, si pasó por la casa de su madre en Barracas; nunca le cuento cuando salgo con Valeria, menos cuando me acuesto con ella, sé qué es una estupidez, pero cuando sin darme cuenta la nombro, él baja la cabeza hacia la notebook y la conversación vuelve enseguida al trabajo, a los clientes, a la agenda del día, el famoso silencio incómodo aparece; lo miro y él redobla la apuesta con esos mismos ojos cegadores que tiene el actor cuyo nombre jamás recuerdo, apenas el tiempo necesario, suspendido mientras la luz cae en el centro de la hoja que está en su escritorio y la ilumina, entonces vuelvo al subte que pierdo a la mañana, a la estación de  horribles azulejos color rosa  y me veo ahí en el andén, como todos estos días pasados, pensando en su boca, la mano en mi nuca, nuestro jadeo que comienza a anticiparse y que dejaría, -esta vez, sí-  al pobre Rolo, insomne , casi mudo, sin respuestas.


Bradley Cooper
por N.Romford
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